jueves, 2 de junio de 2011

A los kits los arma el diablo.

Cuando faltaba poco para terminar el pato, angustiada, me di cuenta de que no habría suficiente hilo. Por alguna razón, el señor que se encargaba de poner a punto los kits de costura no había estado todo lo atento que debía. En esos kits tan pequeños las madejas vienen "a granel", sin numeración, ni nada. Con el blanco y el negro siempre es fácil, porque el blanco es blanco y el negro es negro, pero con el azul y el amarillo la cosa se complica.

Sin pensármelo dos veces, cogí dos muestras pequeñas y fui a la mercería. La dependienta no tenía el color exacto y usó sus malas artes para hacerme creer que un tono similar quedaría igual de bien. Y, en fin, sobra decir que esa fulana me engañó. Por muy similar que fueran los colores se notaba, el error estaba ahí, salpicándome las pupilas. De hecho, al tenerlo listo, era lo único que yo veía: un pato con la cabeza bicolor y un lago con dos tipos de aguas.

La única solución era enterrarlo en el fondo del costurero, para quitarlo de la circulación y, así, evitar que alguien pudiera ver el desastre. Puede que lo que para mí es ley de vida a vosotros os parezca exagerado, pero cuando ocurrían este tipo de cosas ésa era mi única reacción. Como cuando pinté una palmatoria de escayola para mi profesora de 3º de Primaria y mi hermano (de 2 años) repintó a su manera mientras yo merendaba feliz en la cocina. En lugar de rerepintarla la tiré a la basura y fingí, sin éxito, que jamás había existido tal palmatoria de escayola y que necesitaba otra.

Propio de mí, cuando me lo compraron, publiqué a los cuatro vientos que estaba haciendo el mini-cuadro, convirtiendo al pato amarillo en el pato más famoso de mi familia. Así que con la desaparición del pato aparecieron las preguntas.

¿Dónde está el pato? ¿Ya has terminado el pato? ¿No haces pato? ¿Ya no te gusta el pato?

Hasta las narices del p*to pato y de mi familia pensé que, con lo tontos que eran, no tendrían por qué darse cuenta. Corría el riesgo de que mi abuelo sí lo notara, porque era tan listo como yo, pero su vejez y sus dioptrías jugaban a mi favor.

Confiada lo presenté en sociedad y fue acogido como si fuera a formar parte de la Capilla Sixtina. Esto no hizo más que confirmar lo que yo ya sospechaba hasta que mi madre dijo:

Está muy bien para ser su primer cuadro y para tener seis años.

Con eso quería decir que, en fin, no estaba perfecto. Algo que yo ya sabía pero que no quería que supieran los demás. Era poco menos que un insulto, como cuando te regalan una versión fácil de El Quijote sonriéndote con condescendencia.

Supongo que ésa es una de las razones por las que ese cuadro jamás fue enmarcado, ni siquiera planchado, y que aún esté en mi costurero. Pero gracias a él aprendí dos cosas: 1) si no quería que nadie viera que había hecho algo mal tenía que hacerlo bien, 2) los kits eran una mierda y no volvería a comprarme uno.

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